En dos mil ocho, Emma Thompson
hubiera bastado para resistir. En mi aldea
los ríos conocían nuevos cauces,
y en retrospectiva, lo peor de entonces
son las buenas noticias de hoy.
En dos mil ocho, yo no era tan distinto
—salvo unos cabellos de más y unas pocas
onzas menos—: estaba convencido
de que nunca probaría las sales
de una vida en común.
En dos mil ocho era fácil
esperar por una mujer que dejara de lado
su libro si le pedía sonreír.
A los veintitantos, la vida
siempre está en el umbral.
Una década después, Emma Thompson
luce igual que una promesa. Al mirarla
algo se acomoda en el mecanismo del fracaso
y me permite sonreír. ¡Cuán poco dura, en cambio,
el espejismo! Emma Thompson se aleja
en la pantalla —es mucho más alta
que Dustin Hoffman—, y me deja
entre las manos, un año incomprensible
al que sobrevivir sería, en realidad,
el mejor premio.