Descubro sin prisa
un exhalar de la mañana,
en ello tropieza a mi vista,
una cascada asustada.
Su voz es blanca y confiada;
se muestra libre y delgada,
se cree invisible y olvidada;
le beso y le abrazo;
pero no dice nada.
Su llanto constante;
no sé si es quebranto,
no sé tal vez risa,
le cerco el espacio,
le tomo sus ramas,
su canción dolida.
Orgullo salpica su acorde
en mi dicha de sol,
en mi discurrir por su borde;
en sus trenzas sin tinta;
enmudezco en sus mechas…
sin cerrarle la herida…
Silencia mis oídos,
la llorona de piedras;
su néctar bendito,
me regresa
hasta las cuencas,
del amor hundido,
y caricias muertas.
Le digo que es bella,
en sus finas cuerdas
de cristal y selva;
ella me bordea los
sembrados curiosos,
de mi fuego en cabellera.
Un riachuelo suspira,
observa callado,
me niega el reflejo,
con celo mojado;
hunde mis botas,
un tanto enojado.
Será mi pisada
en la hierba temprana;
emboscada;
del ladrón de los montes;
del rocío pirata.
Repartido perfumado
en flores de loto;
temerario de neblinas,
que moja sus pasos;
lloro sus brazos cortados.
Amando a su alta llorona,
pelea sin miedo,
las ausencias del río;
¡Ay cascada coqueta!
El río es más necio,
se lleva tus hilos;
su andar te tropieza,
ni es manantial ni rocío.
Se ve en las tardes
la llorona del risco,
tímida en su entrada,
y coqueteando al rocío.
Susurra al vacío:
mi bien amado
es el río,
mi bien amado
que es mío.
Pero confundió ser lluvia,
y se perdió mis cumplidos,
el nuevo nacer
de un lirio;
y la crecida…
el desamor del río.