La unánime impotencia de los Unos

Uno suele nacer de dos,
pero, tan pronto como nace,
la vida le amputa cualquier posibilidad de ser más que Uno
para que, pese a lo que pase,
pueda degustar un futuro
en el que la pluralidad del ser jamás pueda ser una opción.
A partir de ese impar momento,
Uno crece, vive y se empapa
tanto y de tanto como sus innatas circunstancias le dejan,
recorriendo experiencias varias,
urdiendo infinitas quimeras
e inaugurando tiernas e ingenuas colecciones de recuerdos.

Cuando su infancia se lo exige,
Uno conoce a Sociedad.

Su mente, al principio, es reacia a entender que existan tantos Unos,
hasta que, en forma de amistad,
Uno redescubre que el suyo
no es el único número con el que el mundo ha de medirse.
Por si fuera poco, Uno intuye
que los demás Unos no son
como él, ni viven, ni tienen, ni piensan, ni sienten igual que él.
Esa feroz revelación
le va empujar a comprender
que, allí donde la diversidad reina, la verdad se diluye.

Desde su inmersión escolar,
planes familiares y fines
de semana contribuyen a ampliar su fértil punto de vista,
y lo que antes era invisible
de repente se delimita
mediante reglas, compases, matices, contrastes y demás.
Pero Uno, además, piensa, y mucho,
y no tarda en averiguar
que hay desigualdades tan desmesuradas como bochornosas,
que hay preguntas sin contestar,
que hay opiniones cegadoras;
averiguaciones todas que marchitarán su visión del mundo.
Y menos mal que el mundo sabe
cómo compensar sus carencias,
pues, de no ser por su amplia gama de succionadores de tiempo,
ningún Uno de este planeta
diría, con convencimiento,
que desea crecer, hacerse mayor o ser como sus padres.
O eso decía, convencido,
nuestro Uno, antes de que Uno fuese
otro más de los Unos que olvidan que no querían crecer.

De modo que, “a su pesar”, crece,
poniendo su vida a merced
de los demoledores avatares del tiempo y sus caprichos.
Es más, según se atiborra a años,
Sociedad le construye metas,
metas en las que pueda realizarse como «ciudaduno».
Además, Sociedad le enseña
que, de todos, el mejor rumbo
es aquel que converge en los labios de un futuro regalado
—ya sea en forma de dinero
y/o de estabilidad y/o de éxito—,
un futuro recompensado con densas redes de contactos,
con amoríos fotogénicos,
con bienes que ir acumulando
y, puestos a pedir, con hobbies en los que Uno refuerce su ego,
su individualismo, su unicidad.

Como es de esperar, Uno anhela
todos esos sueños y más,
por lo que decide dar comienzo a la eterna y penosa búsqueda
de, entre ellos, la estabilidad,
que es, de acuerdo a la opinión pública,
fragua de la felicidad, fin último de un Uno cualquiera.

Cosiendo esa meta a su espalda,
y con paso firme y seguro,
Uno va transitando por su prefabricado porvenir.
No obstante, siempre llega un punto
en el que Uno, harto infeliz,
renuncia a encarcelar en las alturas su ofuscada mirada
para, en su lugar, apreciar
—¡por un instante!— qué hay a los lados.

Es entonces cuando su capacidad de observar se despierta,
tras un larguísimo letargo.
Y es entonces cuando Uno idea
cómo sobreponerse a un futuro que se ha empeñado en cegar
cada ápice de humanidad
paulatinamente perdida.
¿Acaso no vive rodeado por billones de otros Unos?
¿Acaso no hay miles de pistas
en miles de miles de asuntos
que conduzcan a lo mucho por cambiar, hacer y mejorar?
¿Acaso Uno debe creerse
que sólo su número cuenta
a la hora de atesorar júbilos, riquezas y bienestar,
cuando tantos Unos navegan,
a la deriva del azar,
en busca de tierras de tiempos mejores y golpes de suerte?

Henchido por dichas preguntas,
Uno despide cortésmente
los pocos y uniformes designios propuestos por Sociedad.
Para lo cual, se compromete
a vivir de forma ejemplar,
rediseñando su futuro hasta hacerlo a su medida justa;
o sea, de manera que Uno
secunde el embellecimiento
de su mundo a expensas de su genio, de su esfuerzo y de sus ganas.

Frente a semejante proyecto,
no es de extrañar que una mañana
Uno se sienta abrumado, desorientado, patidifuso.
«¿Cómo abarcar tamaña empresa?
¿Por dónde empezar? ¿Con quién? ¿Cuándo?»,
todas ellas dudas que acribillan su vida, sus planes, su ánimo,
mientras el tiempo, con sus pasos
perennes, atroces, impávidos,
le regala, diariamente, el vejatorio don de la impotencia.

Incapaz. Así se siente Uno
cada vez que planta cara
a las penurias que asolan cada rincón de su alrededor.
Incapaz de ejecutar nada
que suponga un cambio a mejor.
Incapaz de contrarrestar las dispares dosis de consumo.
Incapaz de orquestar la suma
de tantas buenas intenciones.
Incapaz de elegir un camino que propicie unir más Unos.
Incapaz de hallar decisiones
que le proporcionen recursos.
Incapaz, en todas sus fases: furiosas, frustrantes, ilusas…

Tal es el reinante esperpento.

Uno, con razón, se atormenta.
«Sobran voluntades sueltas, pero faltan voluntades juntas»,
hace tiempo que Uno argumenta,
sin recibir más que la muda
indiferencia de los Unos que optan por no pensar en ello,
ya que Sociedad los respalda
con nuevos entretenimientos.
¿Y quién respalda a Uno? ¿Quién se atreve a obsequiarle con soluciones?
¿Quién le atestigua que los cuentos
esencialmente se componen
de finales inspirados en cualquier situación cotidiana,
tan vivificantes, tan mágicos,
que por qué no van a tener
cabida en las unitarias vidas de los billones de Unos restantes?
¿Nadie se digna a responder?
¿Nadie piensa que es apremiante
que cada Uno drene las desuniones que patrocinan sus hábitos?
¿Nadie cree que Uno está haciendo,
no lo que debería hacer,
sino lo que es más coherente de acuerdo a la realidad
que inevitablemente ve?

Pero Nadie responderá.
Hoy Nadie lo piensa. Hoy Nadie lo cree. Y Uno, dolido y perplejo,
demasiado pronto lo asume:
Sociedad ya no está de humor
para héroes. Sociedad sólo quiere que seas o Uno o Nadie:
Uno, si albergas producción;
Nadie, si albergas ideales.

Y Uno, que siempre quiso ser más que Uno, impotente, se derruye.

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Una forma más de ver el mundo (en un momento dado) (2024)

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