La reina de los ojos de agua

!Yo sí la vi¡. A estas alturas de mi vida ganaría nada o muy poco mintiendo;
es uno de los recuerdos más claros que guardo en mi parcializada memoria, el contexto en que se consumaron los hechos reflejan que no fue un sueño, ni tampoco un artificio de la imaginación, sino un acontecimiento real; aunque no tuve antes, ni tengo ahora las pruebas para explicar el origen ni el sentido de aquella visión. He aquí mi reláfica.
En los matorrales, bosques y sabanas es fácil perderse. Sucedió que mi hermano Juan un domingo en la tarde, regresando del pueblo con las provisiones de la semana, se perdió con Joseguia en un extenso gamelotal donde pastaba el ganado vacuno y otros rumiantes.
Era el atardecer de un día domingo, lo recuerdo bien porque era el único espacio de la semana que teníamos para descansar. Lo recuerdo como si estuviera ocurriendo ahora mismo, que en el cielo aparecieron nubarrones anunciando lluvia, nos preocupamos porque Juan y Joseguia habían salido temprano a Tomuzo, a comprar sal, manteca, harinas, cigarrillos para mamá y tabaco en rama y aguardiente para papá entre otras menudencias para complementar nuestra dieta de exigidos labriegos.
De pronto comenzó a caer un chubasco de esos que mi padre llamaba “aguaceros del norte”, venían casi intempestivamente, enlodaban todo los caminos y desaparecían así como vinieron, dejando una densa capa de blanca neblina en el aire que obnubilan la vistas de las mejores y más duchas pupilas.
Machete en mano, mi hermano menor, mi padre y yo salimos a buscar a Juan y Joseguia —Yo no llevaba machete— me gustaba ir de manos libres al monte, para trepar árboles y corretear a mi antojo, saltando troncos y matojos como lo hacen los venados, sin riesgo coincidente o semejante con el “Hombre Muerto” de aquellas imborrables cuatro páginas que en algún lugar del sur escribiera Quiroga.
En el camino a Tomuzo, había una bifurcación, que nosotros llamábamos la lengua de la culebra, por uno de los senderos que conformaban aquella dicotomía de caminos , se alcanzaba el inmenso pastizal donde el ganado se alimentaba diariamente y era frecuente el paso en ambas direcciones, hacia Tomuzo, de jinetes cabalgando por la planitud del espacio: el otro sendero era un camino accidentado entre rocas y barrancos donde los Guatacaros frondosos enredaban sus ramas perennemente, evitando que creciera la maleza a la sombra de los árboles. Como yo no llevaba machete, mi papá me encomendó la búsqueda por aquel camino, mi hermano hacia el pastizal y él, tomaría las trochas más ocultas y peligrosas entre el barranco y la sabana.
—No pierdan de vista la chimenea, en la pata de ella nos volvemos a juntá. Dijo mi padre señalando con su machete la vetusta construcción de primitivos adobes intactos de una chimenea de un viejo trapiche, que resistía temporales acosado por la maleza y malacrianzas del tiempo, como un fantasma incrustado en mitad del cerro, al que le dio su nombre.
Me interné en el camino asignado, disfrutando aquella soledad compartida con tuqueques y pájaros ocasionales que intentaban ceder sus colores a la tonalidad pálida de la neblina.
Pensaba que era poco probable; por no decir imposible que se perdieran en ese camino Juan y Joseguia, Juan era menor que yo, pero siempre fue más circunspecto y hasta más responsable y valiente que yo, no bebía, cosa que yo si hacía, —cuando me dejaban una botella con la tapa floja—, Juan tampoco tenía destreza ni afición a los juegos de barajas o de bolas, donde yo me lucía cada vez que iba al pueblo. Lo único que le pudo haber ocurrido, es que se hubiera enamorado de algunas de las muchachas que salían a regar las flores cuando escuchan a Joseguia rebuznar por la sierra; ¿será que alguna de las señoras madres de alguna de esas muchachas lo invitó a comer intentando ganar un buen partido para una de sus hijas?. Por otro lado, Joseguia era un burro madrinero absolutamente disciplinado. Papá lo mandaba al frente del arreo cargado de pimentones y lechugas hasta San Vicente, mientras él ensillaba su mula baya, se afeitaba y se ponía su camisa sepia de los domingos (como para ir a tono con su mula), almorzábamos el hervido de gallina que mamá preparaba con hierbabuena y cilantro. Después salía, y ya el arreo de burros comandado por Joseguia, lo esperaba hasta dos horas, frente a la bodega donde acopiaban los pimentones, allí los camiones cargaban las hortalizas y verduras para llevar hasta los mercados de Caracas. Por lo tanto, me parecía ilógico desde todo punto de vista aquel extravío, en un camino que yo hice varias veces medio prendido en ron y ya entrada la oscuridad de la noche.
Tracé mi bitácora de búsqueda, descartando cualquier conjetura trágica, supuse que mi padre y mi otro hermano habían hecho los mismo, y que solo estábamos ahora en medio del monte para calmar las angustias de mamá, ya que Juan, no era para nada de comportamientos que se pudieran llamar transgresores.
Yo miraba el suelo húmedo por la escasez de sol; lo auscultaba con los cinco sentidos, buscando las huellas de Joseguia o una impronta cuarenta y cuatro de la bota de Juan, caminé con sigilo, atrayendo el silencio orgánico para escuchar un crepitar de chamizas quebrándose por pisadas distintas a las especies que se hospedaban en ese bosque, presentí escuchar algo y me salí del camino, apartando ramas con las manos, pisaba despacio, como quien se esconde de su sombra, contenía la respiración y me detuve ante un claro, el borde del barranco me sirvió de mirador, dentro de las piedras, se deslizaba aún el agua que el chubasco recién recién había, donado a la resequedad de que estas adolecen.
Por unos instantes me sentí invisible, escuchando el misterioso pitido que produce el silencio.
Trataba de extender la vista alargando el cuello como si esto disipara la niebla que se había formado después de llover. La quietud se apoderó por unos momentos de todo el bosque, cesaron los pájaros de cantar y hasta el viento dio tregua.
Sentí el cuerpo de un animal grande apartando las espigas humedecidas por lluvia, sabía que no era Joseguia, por dos razones: conozco sus pasos de burro equilibrado, y porque venían en sentido contrario , es decir; yendo a Tomuzo y no viniendo, como debían aparecer Juan y Joseguia. Me agazapé con los ojos abiertos como un coco abierto en dos mitades, las pisadas y el monte estropeando el silencio y apareció entre la neblina y entre las hojas que yo suponía: me ocultaban; como un obelisco truncado, resoplando, el hocico de una danta enorme, (más bien gigante). Atónito quedé —no de miedo— de asombro al ver sobre su lomo, en perfecta armonía con la inmensidad de la bestia, la humanidad bronceada de una mujer con el cabello negro en cascada sobre los hombros; incorruptibles los senos al aire, tan erguidos como su cuello. Sentí pudor y quise mezclarme con la tierra y los troncos secos, al pasar frente a mí, volteó repentinamente dejando al descubierto entre el verde de las hojas y los restos de neblina la acuosidad de sus grandes ojos. Fue allí cuando, en un impulso como de resorte, me puse en pie.
Las vi perderse (mujer y danta) entre los gamelotes , con la inmunidad en las pieles, ante la crueldad de las picaduras y rosetones de las espigas. Intenté seguirla, pero lo intrincado del sendero me lo impidió.
Conmocionado por aquella visión me paré en el borde del barranco por donde descendió la gran danta con aquella exuberante mujer de ojos claros como el agua que se aquieta en los pozos. Hice un cono con mis manos y lance al abismo un grito que me salió de las entrañas:
— !Juejuaaa¡
No se sabe contar el tiempo cuando la impresión te embriaga, (creí que era el eco), desde el fondo de aquel intransitable barranco, una réplica de mi grito me devolvió la templanza.
— !Juejuaaaa¡.
Sonreí de felicidad enrarecida por una sensación de extrañez repentina.
Por el mismo desfiladero por donde hacía un momento entre monte y neblina mi mirada errante vio desaparecer a la gran danta llevando plácidamente el cuerpo de la más hermosa mujer que hasta hoy han visto mis ojos, emergia Juan, haciendo pininos para no rodar cerro abajo, seguido por Joseguia, quien inclinaba su cabeza como oliendo las piedras para apoyar su cuerpo con la habilidad de un burro escalador cargado con dos sacos de alimento.
Busqué el rastro imaginario dejado por la danta para que Juan y Joseguia alcanzaran el pináculo al borde de aquel barrancón.
Una vez en lugar seguro, repetimos varias veces el mismo grito:
—Juuuejua—.
Para avisar a mi padre y a mi otro hermano que ya la búsqueda había terminado, camino a la chimenea, donde mi padre había pautado el encuentro, le pregunté a Juan
—¿No la viste?—
El ímpetu con que hice la pregunta despertó una curiosidad inusitada en Juan
—¿A quien, a quien?. Dijo casi sin pausa.
Adiviné que no la había visto, era insólito que la figura de una mujer de bronce desnuda, con ojos acuáticos, montando una enorme danta pasaran desapercibido ante los ojos de un humano y un burro.
Vacilé un poco y resolví mi respuesta de este modo:
— !mmm… a… la… chimenea¡, locote, te habría servido de guía, como…un faro. ¿Ves?.
Obviamente que ni Juan ni Joseguia habían visto a la reina de los ojos de agua. —!Yo si la vi¡—

5 Me gusta

Me encanta la descripción exacta que haces de la tierra, de las personas, de joseguia y ese halo de misterio de la reina de los ojos de agua, este relato tiene de todo lo que se necesita para atrapar a un lector, a mí me atrapó, tu tienes mucho material para seguir relatando. Te abrazo con agradecimiento por este regalo generoso que son tus relatos.

1 me gusta

Eres un gran cronista
Muchas felicidades :confetti_ball:

1 me gusta

Este relato esta basado en la obra de Gilberto Anotolinez , quien fue pionero en la divulgación de esta leyenda, que luego se convirtió en mito popular. Gracias por tu lectura.

Muchas Gracias Mute , saludos por México.

1 me gusta

Un mito muy bien descrito por ti, la verdad que me encantan tus relatos, tienes una fructífera imaginación

Maravillosa leyenda, admirado Domingo, me ha transportado a… seguramente mi imaginación no puede reproducir la imagen que tú tendrás, pero me ha transportado a un lugar lejano, exótico, que me embobaría y donde los nombres de plantas y animales tienen una musicalidad muy especial. Creo que viste a esa reina y que nos regalas un gran relato

2 Me gusta

Algo similar me ocurre con el León Zahorí. que sin verlo, me imagino su canto y sus paisajes. es la magia de las palabras. Gracias Ruache por leer.

1 me gusta

Jajaja me encanta leerte amigo !!! :clap::clap::clap: Aplausos, flores y lunas para este encantador relato !!!

Tengo unas preguntas pero las guardaré para la siguiente tertulia !! :scream::scream::scream:

Abrazos cálidos,
:hugs::cherry_blossom:

1 me gusta

Ya vienen las tertulias, si no las hemos reanudado en este invierno, es por exceso de trabajo, pero pronto nos desataremos y compartiremos con el mismo afecto de siempre. —se te quiere mucho—

1 me gusta

Sí, acá también me han tenido muy ocupada :sweat: pues las esperaré con mucha emoción !!! :hugs::hugs::hugs:

Igualmente para ustedes, los queremos mucho !!

:hugs::kissing_heart::cherry_blossom:

1 me gusta