La palabra pronunciada
puede ser flor tierna y delicada,
nube blanca de terciopelo,
el reflejo de la luz iniciada.
Puede ser la fuerza del claroscuro
o un misterio en el tiempo infinito,
una angustia que anuncia la pena
o el revulsivo contra la desesperación.
A veces la palabra pronunciada
se anuncia pero no puede llegar a tiempo,
a veces no son más que palabras vanas
construidas sobre muros de hormigón y acero.
A veces es una imagen proyectada
de nuestra propia ignorancia,
a veces son sílabas incoherentes
chapoteando en charcos de lluvias otoñales
donde saltan esparciendo lodo
sobre la alfombra de la alcoba prohibida.
Pero también a veces, solo a veces,
las palabras,
son luciérnagas en la noche de lamentos
que nacieron para ser musicadas
en este mundo de violencia y tormento.
A veces la palabra pronunciada
se eleva al olimpo de los dioses
y resuena como un coro en la catedral
de ángeles alados de voces blancas
que eriza la piel y enerva el vello
e inunda de luz y belleza el día.
Pero esta delicada alabanza
de reverencia y de justicia
solo está reservada para la soberana,
de todas y entre todas,
la diosa Poesía.
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