Esa llamada a horas intempestivas no presagiaba nada bueno.
El corazón empezó a palpitarle con fuerza, cada vez más acelerado.
En realidad, sus dos corazones.
Justo un par de días antes su ginecóloga le había confirmado la razón de sus náuseas continuas y de sus pérdidas. Estaba embarazada.
La gran alegría, después de más de un año intentando ser padres, se tornó en preocupación. Había un enorme peligro de aborto y debería guardar al menos un mes de reposo absoluto.
Y allí estaba ella, en la cama, a las seis de la mañana de un domingo, sobresaltada por el sonido de un teléfono que no debía sonar tan temprano.
Su marido se levantó rápidamente para atender la llamada. Le escuchaba hablar a lo lejos, cada vez más bajo, cada vez más entrecortado, hasta que colgó.
Apareció en la habitación con el rostro descompuesto y entonces lo supo.
Antes de que pudiese decirle nada tuvo la certeza de que algo grave le había ocurrido a su niño (así llamaba a su hermano menor).
Un accidente de tráfico, regresando del turno de noche, se había cobrado su vida, con tan solo veintidós años.
Ni siquiera pudo asistir a su funeral.
Pasó un mes en la cama. Reposo absoluto. Desesperación, angustia y dolor también absolutos.
El bebé nació un poco antes de lo previsto, un ocho de junio, el mismo día que veintitrés años atrás lo había hecho su otro niño, su hermano.
¿Casualidad o una vida por otra?
Miró con dulzura a su hijo y pensó en cuánto se le parecía.
Umm… Debía apartar esas ideas de su cabeza.
No, ella no creía en esas cosas…