Alberto siempre había sido un solitario. Le gustaba la tranquilidad y el silencio. No soportaba las multitudes ni las conversaciones triviales. Se sentía incómodo con las bromas, los chistes malos, las preguntas impertinentes y los juegos de manos. Prefería leer un buen libro o escuchar música clásica, que salir con amigos o ir a fiestas.
Su familia no lo entendía. Lo presionaban para que buscara una novia y se casara. Le decían que era un raro y que debía socializar más. Alberto se sentía molesto y herido por sus comentarios. No quería que nadie se metiera en su vida. Quería ser libre y hacer lo que le gustaba. Un día tomó una decisión radical, sin avisarle a nadie, ni siquiera a sus padres, compró un pasaje de avión y se fue a Europa. Había leído mucho sobre ese continente y quería conocer sus paisajes, su cultura y su historia. Pensó que allí podría encontrar la paz y la felicidad que tanto anhelaba.
Su primer destino fue Barcelona, una ciudad famosa por su arquitectura, su arte y su ambiente cosmopolita. Alberto llegó con ilusión y curiosidad, pero pronto se decepcionó. La ciudad estaba llena de gente, de ruido y de caos. Los turistas se agolpaban en las calles, en los museos y en los monumentos. Los turistas le hablaban con simpatía y le hacían preguntas sobre su origen, su trabajo y sus planes. Alberto se sentía agobiado y abrumado por tanta atención. Se arrepintió de haber ido a Barcelona.
—Una mala decisión venir aquí —pensaba.
Un día, mientras caminaba por la ciudad, vio un cartel en una agencia de viajes que le llamó la atención. Era una publicidad de un crucero llamado Costa Fortuna, que ofrecía un recorrido por el Mediterráneo y el Atlántico. El crucero salía de Barcelona y hacía escalas en Málaga, Casablanca y Tenerife Canarias. El cartel mostraba imágenes de un gran barco con piscinas, restaurantes, casinos y discotecas. Alberto pensó que ese viaje podría ser una buena oportunidad para escapar del bullicio de la ciudad y ver otros lugares más tranquilos y bonitos. Sin pensarlo dos veces y llevado por un deseo enorme de huirle al bullicio de la alegre ciudad, adquirió el tiquete.
En un abrir y cerrar de ojos, se embarcó en el gigantesco hotel flotante, con cupo completo de por lo menos cuatro mil quinientas personas entre pasajeros y tripulación.
Una vez embarcado, se cuestionó sobre sus últimas decisiones. Pues ese hotel flotante no era el lugar más indicado para alejarse del bullicio. Gentes de todas las nacionalidades se repartían hasta el último espacio de la ciudadela, dotada de todas las comodidades propuestas para el turismo cinco estrellas. Estudió todas las alternativas de descanso ofrecidas por el crucero y descubrió, que avanzada la tarde, los turistas desocupaban algunos pasadizos con vista al horizonte, desde donde se podía observar con tranquilidad la puesta del sol y a la vez, cómo las aguas del mar se estrellaban contra la enorme quilla del Costa Fortuna.
En la biblioteca bien dotada se topó con un libro, leído en sus épocas de escolar: La vuelta al Mundo en Ochenta días, de Julio Verne. Lo tomó prestado y se dispuso a encontrar en ese solitario corredor la calma buscada, en compañía de la lectura de un buen libro. Este le ofrecía la posibilidad de viajar por el mundo sin salir de su refugio. Se instaló en una confortable silla reclinable dispuesta en el lugar. Sitio ideal para hacer realidad sus deseos inmediatos. No llevaba más de media página de lectura, cuando con desconsuelo y con el rabillo del ojo, alcanzó a vislumbrar una silueta femenina desconocida parada cerca de su sitio y contra la baranda de seguridad.
Trató de concentrarse en lo que venía haciendo, pero esa presencia tan cercana a su lugar, comenzó a incomodarlo. Decidió irse a su camarote disgustado con la impertinente persona posiblemente llamando su atención, pues no había otra explicación al por qué había escogido ese largo y solitario pasadizo, habiendo tantos sitios de diversión para los jóvenes en el resto del barco.
Y aunque la persona se sintiera ofendida, se levantó lo más brusco posible. Tiró a un lado la silla como para informarle a la chica que su cercanía no había sido bien recibida y de inmediato se aprestó a irse. Sin levantar la vista, pasó al lado de la mujer contemplando el atardecer avanzado hacia la noche y lo mismo una enorme luna, rodeada de un enjambre de estrellas. No le fue indiferente el perfume . Este se le hizo familiar y recordó haberlo olido en casa de su abuela, una mujer distinguida y reconocida entre propios y extraños por su gran glamour. Por el gusto y costo del perfume, concluyó en que se hallaba ante una chica de alta sociedad.
Al día siguiente a la misma hora y después de la visita al restaurante y de haberle sacado el cuerpo a más de un pasajero amigable, se dirigió a ocupar su palco, a la espera de no ser perturbado esta vez por nadie. Concentrado en la lectura, sintió de nuevo el olor del perfume que le había traído recuerdos el día anterior.
De inmediato levantó la vista hacia su portadora. Esta vez no le fue indiferente, ni le disgustó la presencia de la mujer. Lucía un vaporoso vestido de fiesta que le hacía juego con una piel canela, producto, seguro, de la exposición al sol y a la brisa marina. El corazón comenzó a latirle sin control y a pesar de su arraigada antipatía personal, sintió por primera vez en su vida la atracción por los encantos de una dama y el deseo de abordar a alguna. Esta vez no tiró la silla a un lado ni se alejó del lugar. Más bien trató de elaborar una táctica para inducirla a conversar. No se le ocurría que decir, pues su experiencia en estas lides no era mucha. Así que se decidió irse por los lugares comunes preguntando cosas obvias.
—¡Bonito atardecer! ¿No le parece? —lo dijo con las intenciones de llamarle la atención.
Esta permaneció indiferente por unos buenos segundos, pero de súbito, volteo el bello rostro para dirigirle al tímido hombre, la más cautivadora sonrisa vista en su vida. Una hilera de dientes blancos se destacaban entre la boca delineada por unos gruesos labios sensuales. La mirada vivaz proveniente de unos grandes ojos negros acabó de derretirlo. Si el amor a primera vista existía este era uno de los ejemplos más claros en la historia de la especie. Por unos segundos se distrajo mientras cerraba el libro y acomodaba, como buen maniático del orden, la silla reclinable en su lugar, antes de acercarse a la joven. Al levantar la mirada y dirigirla hacia el lugar donde se encontraba hacía unos segundos la bella joven, esta había desaparecido.
Analizó el terreno y concluyó, que la única manera de perderla de vista, era un acto de ilusionismo como el de los magos. Tampoco veía puertas ni nichos por donde hubiera podido escabullirse disgustada por su pregunta, pensó, pues podía tratarse de una persona con su mismo carácter. Recuerda eso sí, que cuando organizaba el abordaje, por el rabillo del ojo alcanzó a ver la muchacha alzándose sobre la baranda, pero ese movimiento se lo atribuyó a que la chica estaba inclinada sobre esta y de pronto al erguirse cuan alta era, dio la impresión de querer encaramarse .
Él no la había reparado. Este comportamiento empezaba a causarle algo de inquietud, pues se le hizo que se trataba de alguien desesperado y él hubiera podido ser su salvación si la hubiera abordado el día anterior cuando la sintió parada a su lado.
Corrió en busca del capitán para contarle lo sucedido. Lo había visto al pasar por el salón principal del barco saludando a los pasajeros y tomándose fotografías de recuerdo con los mismos. Al llegar al sitio lo observó en su labor de relaciones públicas. Se dirigió hacia el hombre entrado en años, aun apuesto, que estaba departiendo con los pasajeros, que a esas horas se preparaban para iniciar el jolgorio nocturno.
Al capitán, el aspecto enfermizo o aterrado de Alberto le llamó la atención. Posiblemente se trataba de alguien mareado en busca de su ayuda y por eso decidió atenderlo de inmediato.
—Capitán, creo que ha ocurrido una tragedia. —Cálmese y cuénteme pero en voz baja. Podemos alarmar a los otros pasajeros —le acotó el capitán.
Este al oír la historia de parte del acongojado pasajero también transformó su rostro. Se puso blanco igual a su uniforme.
—Dígame ¿eso que me cuenta ocurrió en el corredor C? Alberto le respondió positivo, porque aunque no era conocedor del barco, sí recordaba haber visto pintada la letra C en color rojo, muy visible al inicio de este.
Sin mediar más palabras, el capitán invitó al asustado joven a acompañarlo a su camarote, situado no muy lejos del puente de mando. El oficial desairó a más de uno en el camino que trataba de ocuparlo con una u otra petición. Alberto notó que la historia contada, era lo prioritario para el hombre o tal vez tenía algún plan para buscar a la mujer o quizás conocía algún pasadizo secreto por donde pudo escabullirse.
El camarote no era muy amplio pero sí muy confortable decorado de manera exquisita con finos adornos marineros. Un hermoso escritorio de roble color caoba una antigüedad extraída de un barco del siglo XVI, se hallaba al fondo del lugar. Hacia él se dirigió el capitán y una vez acomodado invitó al todavía desconcertado Alberto a sentarse.
Encima del escritorio se observaba un portarretrato con una fotografía donde se veían tres personas sentadas en un sofá Luis XV alrededor un mobiliario de la misma época. El capitán le mostró a Alberto el portarretrato, no sin antes lanzarle una enternecedora mirada a la fotografía.
Alberto la miró con detenimiento y en ella observó a una pareja en compañía de una linda joven, esta última al parecer era la hija de la pareja . Al mirar con curia la imagen y detener sus ojos en la joven, concluyó que se trataba de la misma del corredor desaparecida ante sus ojos. Le hizo saber al capitán de inmediato su impresión.
El curtido lobo de mar bajó el rostro y comenzó a llorar. Una vez se recuperó, le relató a Alberto que al crucero anterior había invitado a su niña, tratando de entretenerla, porque estaba muy deprimida por la muerte de su madre, a la cual se la había llevado un cáncer días antes de embarcarse en el crucero. En el viaje, como la joven no mostraba mayor ansiedad, la descuidó perdiéndola de vista el último día del crucero, minutos antes de comenzar la fiesta de despedida. Un marinero le informó haberla visto en el corredor C, al parecer concentrada en el ocaso del sol. Desde ese día el capitán no la volvió a ver más y la conclusión inicial argumentaba un posible suicidio o accidente.
Las investigaciones posteriores de la policía coincidían con el dictamen pericial anterior, pues la buscaron durante días por todo el barco con una segunda conjetura: la desaparición de la chica se podía deber a la obra de algún depravado. Pero no hallaron ni la más mínima prueba que así lo confirmara. La historia paranormal de Alberto apuntaba hacia la hipótesis del suicidio.