Se apagaron todas las luces cuando el mundo quedó dispuesto sólo para ellos, todas las voces callaron aquella mañana anunciada en los noticieros. Ni un ruido, ningún aspaviento furtivo entre las sábanas, todos los relojes se habían parado. Ese día, María tenía los ojos ya despiertos cuando Soren movió el cuerpo. Él tenía sueños en los que ella no podía entrar, pero esta vez lo hizo; y la mañana era también suya y podía sentirlo con sólo mirar su cuerpo.
Afuera, todo invitaba a disfrutar. Podían escuchar el ritmo del agua fresca y el canto de todo lo que ya no se escondía: las ramas abrazándose a los árboles, los pájaros en un vuelo cercano. Todo vivía ahora a su lado. Soren descubrió un rayo en su brazo y lo dirigió con su mirada a la puerta, allí estaba ella sonriendo de lado; y él se acercó despacio hasta su espalda y la abrazó; María cerró los ojos recorriendo todo el dolor y las lágrimas que habían derramado hasta pararse en aquel punto del infinito con esa casita frente al lago.
¿Crees que somos los únicos? -él, con un beso.
Eso creo -ella, aún más cerca.
Soren corrió hasta el agua gritando: ¡Vamos, María, vamos!
¡Pero habrá que ir a ver! -ella, entre carcajadas.
Y sí, tenían que ir a ver si quedaba alguien o algo en el pueblo. La noche anterior lo habían estado hablando. Si despertaban, se acercarían para comprobar si de verdad todo lo que escucharon había pasado, si era cierto lo que durante semanas revolvió al mundo y sus excesos.