¿Dónde quedó la ponderación de aquellas palabras
en la antesala del acuerdo?
¿En qué momento desapareció el temple,
como desaparece en el torero aprendiz
que apremia al astado por imposición
y no por convencimiento o fe?
¿Dónde quedaron aquellos besos jóvenes,
nacidos en un limbo más allá de la luz
o junto a los árboles de una calle solitaria
en mitad del inmenso ajedrez de baldosas,
cuyo único pretexto era ocupar
el espacio y el tiempo entre ambos?
Dondequiera que estén unos y otros,
allí y entonces nace la inercia.
Como nace en el viejo cantante
de un hotel de playa.
Como nace en el noctámbulo
que juzga el paso de un tiempo decrépito.
Como nace en las plazas gélidas
de cualquier ciudad
en las sobremesas de julio.
Como nace en el cuco
cuando su canto autómata
ya no se posa en nuestras conversaciones.
Como en los intestinos de un burdel,
o como en el lado oscuro de la luna.
Como en la canción del verano del noventa y seis,
o como en un escaparate en liquidación.
Como en la sonrisa que muere
en un saludo prescindible,
o como en la esencia de un perfume barato.
Como en el villano que desespera
en una historia con final feliz,
o como en las noches de velatorio.
Como en el cigarrillo que se suicida
en el borde de un cenicero,
o como en una semana de siete lunes.
Allí y entonces nace la inercia.