Y sé que de esto solo queda su ausencia. Empaño los vidrios del autobús camino a casa y escribo su nombre, me acosa el recuerdo de las noches en que por la ventana la luz amarilla de los postes de alumbrado iluminaba nuestros rostros.
Repaso los libros resaltados de varios colores y leo sus notas. Confundo su aroma por la calle atiborrada de gente, mi corazón late más fuerte, pero no la encuentra en la multitud.
Y sé que conoceré más rostros, amaré otras almas, compulsaré copias de los afectos tan genuinos que algún día nos dimos. Me arroparé con su recuerdo de vez en cuando y le cantaré canciones en balcones. Y no estará ahí. No importa.
Entonces usted sabrá que la extraño, la pulsación viva de lo que sea que quede de mí se lo hará saber. Porque la odio. Usted lo sabe. Aunque sé que no la puedo culpar, me reconforto en hacerlo. No podría ser de otra manera: ¿sanar para olvidar?
Desde lo alto de este edificio escupiré, y cuando mi saliva se particule, y caiga sobre alguna persona allá abajo, sabré que despedirla no era más que una cuestión de sacarme algo adentro y arrojarlo con fuerza.
