Vuelve la guerra a nuestro mundo. Resucitan los ya olvidados caballeros negros, su estela nuclear que marchita todo lo que hay a su alrededor, los misiles que destruyen las ciudades y los bosques, dejan cadáveres en las lagunas, bajo los cimientos de los edificios, colgados de los árboles, pudriéndose en fosas abarrotadas o todavía vivos, con esa mirada roja que jamás abandonaran sus ojos.
Los perros de la guerra, con colmillos afilados. Les hicieron probar la carne humana y ahora no quieren comer otra cosa. Huelen tu miedo. Y sea cual sea el agujero que hayas escogido para esconderte, yo te digo, que no será los suficientemente secreto ni lo suficientemente profundo.
Las ruinas revelan los recuerdos que ya no volverán. El sexo torna violación, las risas a tu alrededor, una pesadilla. Y no te servirá de nada cerrar los ojos, eso no va a protegerte. No vas a conseguir convertirte en invisible para esos soldados sedientos de sangre. No dejarás de escuchar los gritos de dolor ni conseguirás permanecer ajeno a todas esas aberraciones que te rodean: niñas violadas delante de sus padres, padres que arden en la hoguera sabiendo, ahora sí, que no podrán dejar a su paso un mundo mejor.
Debes abrir los ojos. Rápido. Corre. Hasta no poder sentir las piernas. Llega más allá del final de la noche. Encuentra el cadáver de algún soldado. Quítale la máscara. Ahora te das cuenta de él eres tú, porque también está asustado y su cuerpo sólo delataba su miedo. El mismo que ahora te rodea, al coger su arma. Te das cuenta de que es tan fácil de manejar que podría hacerlo hasta un niño. Miras arriba y ves el cielo cubierto de humo oscuro, tanto que no sabes si es de día o es de noche. Un día aprendiste a amar al Sol, ahora tendrás que aprender a defenderlo.