El santuario

“voy a salir
para escuchar
lo que el cielo tiene que decirme”
“¿y qué te dice, morena?”
“que se encuentra muy nublado”,
¿y quién no?, por poco pregunto
a las ramas con las puntas salidas
y quemadas por el frío
y por el sol
del resfriado del clima.

arranqué una flor en forma
de trompeta
y la abrí como un cirujano
sin bisturí,
tenía unas raíces con
un final muy extraño,
parecían puños al aire
que brillaban
si las presionabas
y explotaban en tus dedos;
¿sería sangre,
sería savia,
sería alma?
quizá un poco de corazón,
podrías preguntarle al cielo
sobre ella.

las baldosas tenían
grietas,
algunas estaban partidas
y rompían el patrón
con un capa gris
de resina artificial,
parecía sufrir con todos
los pasos del tacón
y de las suelas de goma
con piedras incrustadas,
de los mocasines del domingo
y las botas de trabajo;
de ellas crecían
malezas con las mejores intenciones
y las flores más educadas
y frágiles que volvían locos
a los gatos
y que fueron desapareciendo a la vez,
podrías preguntarle al cielo
sobre ellos también.

la mesa tenía un espejo
de lluvia que reflejaba
la parra y las uvas que hace mucho
dejé de ver,
he observado sus hojas
y están enfermas por un huésped
no bien recibido,
cómo una sombra en los bordes
o un tren sin frenos en sus raíces;
no han vuelto a ser las mismas,
han absorbido el óxido
de las vigas de metal
que nos mantiene lejos de la civilización
y se han vuelto amargas,
el santuario ha cambiado
y les ha hecho olvidarse
de que fueron igual de queridas
por dos manos
que por las tormentas
de la madre tierra,
podrías preguntarle al cielo
sobre ellas.

el ambiente está cargado
de tiempo y un espacio sofocante,
todo está cerrado
pero no hay llave
y se ha perdido la noción del día,
el café se ha quedado frío
y la comida se ha endurecido,
ahora se dormita en un sillón
y se siente frío a veinte grados,
se discute por las antenas
rotas o las joyas
sin heredero;
los juegos de azar entretienen
los domingos cuando el salón
está vacío
y ya nadie visita
porque supone la muerte
de alguien,
caminar es más difícil
y dura menos tiempo
que una tarde de diciembre,
los recuerdos cogen polvo
en las estanterías entre expedientes
y radiografías,
¿cuánto tardarán en ahogarse
entre tanta soledad?,
podrías preguntarle al cielo
sobre eso.

el santuario se deteriora
cómo los dueños a cuatro
escaleras más arriba,
las manos ya no funcionan
y crecen plantas silvestres
en las tumbas de las rosas
y las espinas
que me clavé una vez;
probablemente vea una hilera de hojas
de una planta vecina ser el nuevo manto
que nos separa,
quizá vea crecer algo tan insólito
cómo una caña de las Indias
o trepar un tronco a cualquier insecto
que aún considere aquel
un buen lugar para dejar este mundo.

todo está sucio y gris,
cómo el cielo nublado de hoy,
cómo el hombre que camina a oscuras
en su salón
y baja la cabeza para que la luz
no delate su mirada;
no les quedará energía
y el aura estará gastada,
pero los ojos nunca mienten,
“no lloréis por mí”
es lo que dicen y resulta imposible
obedecerles.

observo el anillo
que me llevé sin permiso,
que me recuerda a un mandala
con una perla negra en el centro
y estiliza mis manos
y me hace cargar con el peso
de una mujer idealizada
en una época lúgubre y de todas
las que lo vieron
y lo ignoraron
sabiendo que el legado
acabaría conmigo;
me observo en el espejo
y veo nombres:
Carmen,
Mercedes,
Antonia,
pero no veo el mío.

así que de momento
vamos a cerrar las puertas
y bajar las persianas
de las terrazas,
a olvidarnos de que el otoño
está a una vuelta de hoja
y a esperar;
quizá tengamos mejor luz
y podamos volver a preguntarle
mañana.

Canción: “For The Camera” — The Academic

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