El poema muy largo: Apostasía

[…]
No era tan trágico,
nunca es nada tan trágico,
y por supuesto, tan exclusivo:
nos contábamos los aún puros,
no llegábamos a los dedos de las manos,
(alguno me confesó más tarde que mentía);
pero al menos no fuimos, o yo al menos, instruidos por ningún Don alguien,
como en otros colegios de curas,
que así los llamábamos (no, Padre;
no, hubiera sido simpático dada la procedencia, Mosén algo).
Tampoco yo era escogido:
seguramente me debieron juzgar inestable,
levantisco, insociable, poco carismático,
no recomendable.
Un “va por libre”, me definió un profesor de matemáticas cierta tarde,
un “queda al margen”, podría haber mejor dicho.
Alguno bueno había,
uno de “religión y vida”,
al que mis amigos despreciaban,
un viejo cascarrabias,
probablemente no tan viejo,
que luego, más viejo,
los mismos me contaron que se salió de cura,
y -fíjate- fue a casarse con una que era panadera y de Tortosa:
él no era catalán,
era de al lado de Barco,
de por donde “la Paca” de Rubén Darío.
Cierta vez, por su santo,
no lo nombraré, yo le regalé “Por quién doblan las campanas”…
Pero todo eso, ¿a qué viene?
Un antiguo seminario,
como todo aquello, radicalmente oscuro y pobre:
aquel, profesor de “religión y vida”,
y materia y forma de sacramentos postconciliares:
una fiesta de corrección pública de cuadernos sobre la eucaristía:
éste, ésta, este y esta, esto y ésta, y esto y esto:
todos los pronombres y demostrativos del castellano,
la confusa traducción del “hoc est enim corpus meum”,
del “hic est enim calix”, etcétera:
veinticinco veces la errata, y un punto:
y dieces, y nueves y ochos y veinticincos y cincuentas veces:
salvo a mí, un uno, y lo repites,
y las hojas arrancadas,
y el cuaderno por los aires,
y yo atónito:
yo, que me había esforzado en dibujar un crucifijo,
con panes de a kilo (hogazas),
y membrudas barras (en Madrid, pistolas),
que manaban vino por las llagas
(todo esto, burdamente:
apenas bocetado a boli, pequeñito,
en la hoja cuadriculada del cuaderno,
de ningún modo digno de aprecio ni de tal desprecio).
Lo recogí,
y comencé a reírme abiertamente,
ya éramos mayorcitos,
y mi risa un algo alimento su santa indignación,
pero no mucho,
y mis compañeros me miraban sorprendidos y curiosos,
aunque creo que ninguno lo leyó,
ni pudo entender el misterio de lo que yo había escrito:
“este es mi pan, este es mi vino”.
Todo era ya completamente absurdo,
aunque no había sido mi intención, obviamente, la apostasía:
un desliz adolescente,
¿un froidiano acto fallido,
necesidad, tal vez, de un padre débil,
al que compadecer,
con quien identificarme?


(Ha surgido esto espontáneamente,
con el chiste de Freud,
por forzada coherencia:
trascendente, evolutiva arquitectura de mi razón humana.)


Nunca fui el primero de la clase…
[…]

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