Vivió en el Edén. Era una habitación en un castillo. Paredes recias de piedra, ventanas chiquitas pero llenas de luz y un paraíso de uno cincuenta por dos metros. Duró el oasis un fin de semana de un gélido diciembre. Un eterno e insuficiente fin de semana. Un refugio entre murallas medievales. Un paréntesis del dolor. Una bocanada de vida. Un tiempo de gloria. Una historia de amor
Descubrieron lunares, arrugas, cuerpos extraños, ritmos cardíacos intensos, tenues según jugaran las caricias. No hizo falta música que embelleciera el momento. Los silencios acompasados, las respiraciones agitadas, los “te quiero” sutiles calaban más que la lluvia que golpeaba las contraventanas de aquella señorial fortaleza. Si hubiera querido preparar un escenario más cinematográfico habría fracasado.
No fue la primera, pero sí. No fue la única pero sí. Iniciaron un camino de primeras veces que continúa hasta hoy.