Un barquito viene bajando por el río,
bamboleándose sobre el turbulento curso,
que antes era apenas un arroyo
y ahora bulle de fortaleza y determinación.
Baja con felicidad porque sabe
que hace lo que uno tiene que hacer.
Y se va haciendo cada vez más grande,
el barquito, como el agua que baja con él.
Sus formas ocupan cada vez más espacio
y le pesa más al río llevarlo encima.
El barco ya es como una pequeña isla,
flotando con lentitud entre los árboles.
Se llena de gente, se llena de carga,
se llena de importancia y aparejos,
rebotando de ciudad en ciudad.
Ya tiene un nombre que mencionan
los que lo esperan en cada puerto,
que ha sembrado el caudaloso río en su cauce.
Ya es un gran barco cuando llega al mar,
y sale decidido a explorar el mundo,
con la fuerza que le imprime la ambición
y el saberse dueño de la situación,
muy dispuesto a engullirse los océanos.
Y cuando se va alejando de la costa, no voltea
a ver al río que lo aúpo cuando era un barquito,
ni les ha dejado a sus sufridas gotas algo
que pudiera haber hecho llevadera su travesía,
solo ha quedado agua muy cansada y pobre,
que alguna vez fue dulce ilusión, y ahora,
llega con amargura a diluir su larga vida en el mar.
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