Hoy recordé mi niñez envuelta en bella luz,
bajo el intenso fuego de un sol antiguo.
No conocía la fría oscuridad que cubre la vida,
porque en aquel paraíso, todo en mí, era verdadero.
En mis ojos brilló la inocencia única, que hoy envidio,
de aquella poderosa magia, que en mi infancia fue real.
Nunca más, pude encontrar su huella ardiendo,
dentro de los rincones de mi casa, donde solía ser feliz.
Luego llegó a mi cuarto, la primera sombra,
esa oscuridad que te desnuda de soledad
y te revela al oído, sin preámbulos confusos,
que estás atrapado en un mundo herido de maldad.
Desde entonces deambulo por los corredores,
buscando algún libro que me cuente de donde soy.
Sé que mi alma es una cueva que esconde su propia luz
y que en su negrura puede brillar con luz verdadera.
Soy como una hoja descolorida de otoño,
que teje sus sombras bajo la guía de la luna.
No así el rocío, con su resplandor divino,
que de colores se viste en toda época.
Así es mi destino, que deja escrita su estela,
dibujándola en el viento de los caminos,
por donde vagan los que sin luz esperan
y sólo se ven desde la distancia del tiempo.
Mi oscuridad me viste con su tenue palidez,
que tiñe de matices grises mis huesos muertos,
que duermen enterrados en la tierra brumosa,
anhelando resucitar de los muros que los confinan.
Hoy sé que soy más real y verdadero entre bastidores,
a pesar de todas las sombras que me seducen.
No he perdido del todo, el brillo de quien fui al nacer,
ni estoy completamente hundido en este fango.
Despierta, me dice una voz silente en la oscuridad,
te has dormido y ya es hora de encender la luz del templo.