Para no romper los huevos,
bebí la vida despacio,
con paso lento,
pisando suave
en cada palmo.
Por miedo a atragantarme,
bebí la vida
a tragos breves,
no soy (nunca fui)
de los que disfrutan,
a boca abierta,
bebiendo la botella de un solo trago.
No soy (nunca fui)
de los que salen volando,
para llegar los primeros,
sin mirar
a cuántos han dejado atrás,
a cuántos pisotearon.
No soy (nunca fui)
de los que se comen,
a hurtadillas,
los picos del pan caliente,
ni las preciadas rosquillas
que, horneadas con sudor,
se merecen “la buena gente”.
No soy (nunca fui)
de los que disfrutan bebiendo
y tomando cuanto sea,
sea lo que sea
y sea de quien sea.
Bebí la vida
intentando
abrir los ojos ciegos
y las cabezas huecas,
pero son muchos más
y con mucha más fuerza,
los que se empeñan
en que los ojos
sigan siendo ciegos
y las cabezas huecas.
Bebí la vida apreciando,
y respeté;
disfrutando,
y gocé;
olfateando,
y saboreé;
intenté tomar trozos rotos
y pegarlos
e intenté amar,
amando tanto cuanto pude.
¡oh, el amor!
¡Qué lejos
y distinto
del odio
y que cerca están algunos
de confundirlos!
Tal vez me equivoqué,
pero bebí la vida que me tocó beber
y del modo que creí que debía hacerlo.