Bajo mi ciudad yacen mil ciudades,
mil pájaros dormidos en la tierra;
si excavo tropiezo sus piedras,
mis ojos se llenan de arenas
(mil alas volando el silencio).
Desciendo y encuentro, escondidas,
murallas que asedios continuos
tiraron al suelo; pilares, vasijas
y torres caídas son mudos vestigios,
simples ruinas en crecientes círculos;
jardines y termas sobre la colina
(¿antes del diluvio hubo primavera?).
Antígona al fondo, en su cueva,
y un Rey que no llora a los muertos
(el perro de Goya asoma el hocico).
Una casa con balcón al mediodía;
estancias oscuras mirando al vacío
dilapidaron sus días y soles
dejando apilados, solos, los huesos
(es difícil saber quiénes fueron).
Trazos de mujer en la pared
pintada: ropa negra, pelo blanco.
Trozos de un hogar que sabe
a sal y alumbra las mareas
(¡llegó el mar a estas orillas!).
Jactanciosas columnas en añicos,
restos de un templo sin sus dioses,
cambiantes fronteras y patrias fugaces,
monedas que compraron voces,
murales que alaban hazañas.
La tumba de Helena me explica
una guerra. Ruidos de espadas
hieren mis oídos, crepita
sin llamas el fuego con llanto,
esparcen temblores cenizas calladas.
Extrañas calles de dolor presiento,
adoquines duros forman la calzada
y en plazas abiertas con arcos
de triunfo resuenan rumores
de fiestas de invierno.
(Sobre el mármol frío hay un alma errante).