Amor CoTejado

¡Cuerda, denme más cuerda!
-Grité con cabriolas a los de abajo cuando sentí el empuje de las ráfagas al rebasar el nivel de los tejados.

Conforme subo desembobino recuerdos y la perspectiva ratifica las emociones que desde la infancia no estaban muy claras. Con la ingravidez de un sueño, asciendo. Con la ligereza del pensamiento puro, vuelo. Siento que estoy burlando al dolor que repta pegado a la tierra mordiendo la carne vulnerable. Llevo horas planeando aquí arriba como un papalote sobre el caserío y el rostro amoroso de los techos lo explica todo. Esa interfase fina y fuerte como un escudo que en la inmensidad de las distancias interestelares separa la tierra de los cielos, lo humano de lo divino, el más allá del más acá. Formación guerrera de los hombres que hombro con hombro luchan repeliendo los flechazos de los elementos. Bajo los techos -escondrijo ante la soledad y miedo-, está el vientre tibio del mundo donde el amor se reproduce, cotejado con un modelo que aún hoy, los patriarcas no saben de dónde vino o quien lo ha dejado. Propagado en daguerrotipos cada vez más distorsionados.

Sobre los tejados de provincia camina en la noche la luna llena con sus pies felinos. El sol, también descalzo, tropieza en las aristas y va derramando sangre de penumbra que se alarga y seca sobre bardas y cornisas al caminar el día. La lluvia golpea la marimba dispareja de tejas, aquel teclado de la vida donde las notas se condensan y descuelgan goteando una sinfonía líquida que baña chiquillos retozones, pisoteada en charcos y arroyuelos, escurriendo por callejones estrechos, entre carreras y algarabía imberbe. La furia del aire trastabilla, se desvanece, cae hecha añicos ante las piruetas burlonas de golondrinas que tienen escondites en todos los aleros.

Por las noches las estrellas se arriman al calor de los hogares y cintilan sobre los tejados junto al ronroneo de los gatos que descansan de su apasionado, salvaje amor arañado.

Vistas desde arriba, las casas son una manada desordenada de vacas abrevando en el manantial, mariposas en santuario, cabellera rebelde de muchacha pueblerina, laberinto para detener la felicidad y confundir a la muerte.

Las casas de mi barrio nacieron como un racimo de uvas, como los vástagos a los platanares fueron creciendo, silvestres, como los árboles en la selva, apretujadas como los hongos al tronco vetusto. Con la arquitectura exacta del amor, con el trazo preciso de los sentimientos, sin ingenieros civiles sino con valores civiles, desde el punto de fuga del cariño hacia los ejes de la convivencia, en la libertad tridimensional. Cerradas como un puño humano: unidas, fuertes, sostenidas unas a otras, muralla para detener las inclemencias y el mal. Polarizadas hacia un núcleo tribal, hacia el imán de una autoridad moral venerable. Colmenares, nidos de aquellos seres que han trocado sus alas por brazos. Ebrias de amor, se restriegan unas a otras para no caerse y se enfrascan en una discusión de ventanas, por donde brinca la intimidad, de casa en casa, sin atisbo de recato, como la inocencia de un chiquillo encuerado.

La noche cobija su sábana de sombra sobre la villa, levanta su carpa llena de estrellas: la función de circo comienza a campo raso cada amanecer, al clarín de los gallos.

Una teja girando del techo cae, convirtiéndose en paloma a mitad del vuelo. Otros plumajes vagabundos descienden serpenteando al fuselaje de las casas que aterrizan en la tarde.

Es sencilla la manera de evadir el dolor haciéndose a un lado de la materia, agachándose hasta sumirse en la tierra para dejarlo con un palmo de narices mientras de pura rabia hace llorar a las personas que se arremolinan al ver cómo se escapa el Yo físico; dar un salto fuerte y rápido para no darle tiempo al cuerpo de reaccionar y dejarlo tendido, inmóvil, rígido, agazapado como animal astuto tratando de engañar al espíritu que en lo alto traza círculos concéntricos como ave titubeando en bajar o irse. El dolor crece con la vida y cuando uno muere, gordo y morado como un zancudo, revienta salpicando alrededor para engrosar otros dolores que están creciendo, con el pico metido en los corazones de la gente.

Pero al fin lo burlé al subir aquí arriba, ahora lo comprendo, los viejos techos apiñados me lo dicen todo con su risa desdentada. Los techos no son el fin de la casa: son el principio del cielo. El trampolín al infinito. La lira a donde bajan los cantos de Dios; tablilla de barro donde escribe sus versos con la luz de la luna; puerta en donde sus nudillos de agua llaman a los elegidos, donde su grito de aire se estrella anunciando la salida correcta; comal donde su cálido vaho termina de cocer aquel barro esquivo, al que le ha nacido la palabra como el olor al pan recién horneado.

Ahora que soy aire y altura, tengo vértigo de la tierra firme y el reposo, me enraízo en el espacio como un rayo invisible para no caerme. Brinco de techo en techo, hecho sombra, mientras aúllan los perros. Envuelvo mi voz en copos de nube y descargo mi grito omnipotente en las tormentas. Me columpio en el viento, armónicamente, una y otra vez mientas las ráfagas agitan mi barba líquida sobre los tejados. El escalofrío de la inmortalidad golpea mis sienes. Oscilo como un trapecista sobre los hilos del éter.

Ahora lo sé bien: soy un capitán que en franca conquista del universo insondable iza las velas hechas de tejados, infladas con el amor que las habita.

-¡Jalen la cuerda!- Grito órdenes fraternales a la tripulación, decidido a conquistar el infinito mientras se bambolea el barco y gotas del mar embravecido mojan mi rostro…

-¡Abuelo, abuelo, despierte, otra vez durmiendo en su silla mecedora mientras ve volar mi papalote! ¡Retírese del balcón, comienza a lloviznar, se está mojando y se nos puede morir!

-¡Diantre de muchacho, siempre me asusta, si supiera que la muerte ya me husmea desde los sueños!…

**1er lugar en el concurso “Una imagen en mil palabras” convocada por “Ars Creatio”, España, 2009.

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:clap: :clap: :clap:Maravilloso!!! Me encantó! Bien merecido primer lugar… resumiste todas las imágenes de una vida! Divino!!!

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