¿Cómo ha podido ser —se pregunta—
que el día se haya perdido
al acabar las veinticuatro horas
cristalinas y miles de segundos
apilados en la destrucción inútil
de la vida cronófoga
y la marchita flor de la existencia
sin haber hecho nada
que detenga este chorro de auroras
este surtidor de formas,
la argentada degustación
donde zozobran cráteres
de alegrías y sorpresas,
líquenes de ambición
también el frío aire en los pulmones
y el ronco motor en decepción?
¿Cómo?